De pequeña fui la única niña de una
clase de más de treinta y tres alumnos que no daba religión. Cuando
llegaba la hora de Religión y mis compañeros hacían lo que quiera
que hicieran con la profe, yo me quedaba sentada en mi pupitre con un
libro de ética que tenía que leer, subrayar y resumir sin que nadie
me diera bola. Era de lo más aburrido, pero lo llevaba bien.
Un día, sin embargo, mis compañeros
empezaron con la catequesis para hacer la Primera Comunión y todo
cambió. Aunque para ellos era un coñazo todo lo que tenían que
estudiar para tal evento, lo hacían con ganas e ilusionados porque,
sobre todas las cosas, se estaban preparando para un gran día de
fiesta en el que se vestirían de princesas y marineritos y
recibirían montones de regalos. Eso también lo pude entender porque
mi padre me dijo que si yo quería una fiesta, él me la haría
gustoso, y que si más adelante, como adulta, quería comulgar y
recibir a Dios, también lo respetaría gustoso, pero que no estaba
dispuesto a que yo mezclara las dos cosas en mi cabeza porque era
todo un circo sin sentido. El problema vino cuando los niños de la
clase, abducidos por esa cruel doctrina, empezaron a mirarme como un
bicho raro e incluso con mucha pena, porque como yo no estaba
bautizada (o eso creía, que más adelante descubrí que sí) y no
haría la Comunión, iría derechita al infierno sin remisión. Me
recuerdo muy acongojada en esos días, pensando en ese infierno.
También recuerdo que la profe no hizo nada para que depusieran su
actitud o para al menos, calmarme a mi.
Con el paso del tiempo lo coloqué todo
en su sitio y quedó en unas risas, pero como adulta me alegré
muchísimo de que eso de la Religión en las aulas se fuera
difuminando hasta convertirse en algo anecdótico. Mi padre tenía
toda la razón: la fe es personal y cada cuál de forma privada y en
sus lugares correspondientes.
Y ahora resulta que Wert nos devuelve a
cuando yo tenía ocho años. Ahora resulta que la fe puede volver a
ser un modo de separación entre niños a los que en realidad, ni les
va ni les viene. Me apena profundamente pensar que que hoy en día
vuelva a ver una niña o niño que por unas horas está excluído de
su clase y sus actividades y con el corazón en un puño porque
resulta que igual se tiene que ir al infierno. No es justo, señor
Wert. No lo es. Ni es didáctico. Ni democrático. Es un empeño
rancio, caduco y desesperado por mantener un sistema borreguil que le
viene bien a lo más obsoleto y emponzoñado de la derecha más
casposa. Y usted lo sabe, señor Wert. Lo que más me jode es que
usted lo sabe, y brinda por ello.
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