Estaba tan dormida que ni siquiera era
consciente de que su realidad era un amasijo de formas incorpóreas
con apenas unos ecos lejanos de voces huecas por todo sonido. -En mi
jaula de cristal soy feliz- se repetía una y otra vez como un
mantra, mientras amamantaba su soledad con la leche de los recuerdos
no vividos. Cada nuevo barrote que ella misma ponía con perfecta y
parsimoniosa desidia, la adormilaba un poquito más, y así, sin
darse cuenta, un día ya no necesitó abrir los ojos. Si bien era
verdad que en la oscuridad apenas veía los colores, ese era un
sacrificio que haría gustosa a cambio de dejar de sentir tan adentro
esa pena que se la comía despacio, como sin hambre. -En mi jaula de cristal soy feliz-. Y así fueron
pasando los días, los meses, los años...hasta que de pronto ocurrió
algo con lo que no podía contar, con lo que no quería contar: tanto
habían menguado su cuerpo y su alma durante su letargo, que un buen
día se escurrió entre los barrotes. Si más. Intentó desesperada
aferrarse a los barrotes con los dedos...sus dedos...de pronto se dió
cuenta de que podía ver sus dedos, sus manos. Podía ver su propia
cara reflejada en los barrotes de cristal. -¿Quién eres?-atinó a
preguntarle al reflejo. -¿Quién eres?-volvió a preguntar a esos
ojos vacíos de vida y cargados de lágrimas que la miraban con
terror. Pero su voz era tan débil, que ni ella misma era capaz de
escucharla. Y cayó. Cayó sin tiempo. Sin gravedad. Cayó hasta
quedar suspendida en una Nada liviana. Solo entonces, al fin, abrió
su boca todo lo que pudo, y gritó. Gritó como nunca había gritado.
Como con la primera bocanada de aire al salir del útero. Gritó con
un sonido tan alto, tan bello, desgarrado y profundo, que toda esa
Nada se empezó a resquebrajar y cayeron del cielo millones de
pedacitos de barrotes de cristal. Al fin, había despertado.