– Dígame una última cosa -pidió Harry-. ¿Esto es real? ¿O está pasando sólo dentro de mi cabeza?
(…)
-Claro que está pasando dentro de tu cabeza, Harry, pero ¿por qué iba a significar eso que no es real?

– Conversación Harry y Dumbledore
Harry Potter y las Reliquias de la Muerte
(Cap. 35, Pag. 607)

sábado, 15 de agosto de 2015

Bea



Tiene treinta años. Casi. Los cumple en un par de semanas. Lo que pasa es que como su médico y el útero de su madre no se entendieron en el momento de su llegada a este mundo, su cerebro dejó de recibir oxígeno demasiado tiempo, así que en realidad, tiene una edad indefinida que ronda una eterna niñez.
En general es buena y tranquila. Cariñosa. Repite constantemente como una hazaña un chiste que se aprendió “Los champiñones no engordan, engorda el que se los come” y se ríe a carcajadas cada vez. A veces su mirada se va lejos. Pagaría por saber a dónde, aunque de tanto observarla he aprendido que eso ocurre cuando no termina de asimilar una nueva situación, o una palabra, o una simple mirada que, a su entender, no debió ser.
Como hoy, que le han dicho que dejara comer a Álvaro tranquilo y ella ha sentido, con una clarividencia digna de un Nobel, que su presencia molestaba. Y se ha sentido dolida y ofendida. Sobre todo muy dolida. Y ha empezado a gritar y a llorar preguntando que qué había hecho mal.
Y todos sabemos que cuando entra ahí es peligrosa, porque esa niña de edad indefinida me saca dos cabezas y es grande como un gigante, y tiene la fuerza de cinco adultos y tanta ira ira dentro como un huracán. Y todos sabemos que cuando esa ira va contra un niño hay que pararla como sea, pero cuando es contra un adulto simplemente hay que ayudarla a calmarse y respirar. Y todo sabemos, o igual unos menos, que no puede evitarlo, que la supera. Y pocos sabemos lo que es estar ahí, en el ojo de tu propio huracán.
Así que Mari se levanta y le dice llena de amor pero firmemente que si sigue así llamará a su padre y a su madre, y entonces ella grita un “NO” más desconsolado, pero agacha la cabeza y se agarra a la puerta. Y tan fuerte se agarra a la puerta que aunque no quiere articular ni una palabra más para que no nos enfademos, sus nudillos quedan blancos de tanto agarrarse a esa puerta. Y sus ojos anegados. Y su patinete tirado en mitad del camino porque aunque casi se va, se resiste a irse a casa, porque sabe que está mal ponerse así aunque no pueda evitarlo.
Y es entonces cuando nuestras miradas se cruzan sin querer. Sin querer porque a mí Bea me asusta entre otras cosas porque yo se lo que es estar así y me da miedo reconocerme en su espejo. Pero trago saliva, y aunque una parte de mí quiere seguir contando hormigas hasta que pase la tormenta, me levanto y voy hacia ella. Y le acaricio un brazo y le recojo el pelo de la cara mientras le ofrezco papel del baño para secar sus lágrimas. Y cuando al fin logra enfocarme me dice que sí. Y mientras le limpio las lágrimas y unos mocos que ya llegan a la barbilla, le digo que sus ojos son mucho más bonitos cuando no lloran. Y entonces sonríe. -Mírame a los ojos y respira conmigo- Pero no puede. Se ha quedado prendada de la cuchilla que llevo al cuello. -A los ojos, Bea, respira- Y aunque su mirada no se aparta del colgante, tanto que involuntariamente doy un paso atrás, al fin empieza a centrarse en su respiración, las lágrimas dejan de brotar, y los nudillos comienzan a tener color. Sin dejar de sonreirle y acariciarla en ningún momento le doy un vaso de agua, que agarra con dos manos temblorosas y bebe dócil.
-¿Qué es lo que más te gusta en el mundo, Bea? -No lo sé-responde con su voz arrastrada y nasal- no lo sé. -Algo habrá que te guste mucho -Los caramelos- Y entonces me mira firmemente y focalizando, y ya no hay rastro de lágrimas, y sonríe ilusionada imaginando caramelos, de nuevo muy lejos, pero en otra dirección -Los caramelos de cereza.
Y entonces la dejo sola. Absorta en sus cosas mientras bebe disciplinada su vaso de agua. A los poco minutos minutos la escucho decir -Ya está- Y efectivamente no queda rastro ni de la tormenta ni del vaso de agua.
No sé muy bien por qué escribo esto. He tenido la necesidad. Lo que sí sé es que todos necesitamos alguna vez el hilo de Ariadna para entrar en nuestro propio laberinto, y lograr salir de él.